17 enero 2010

Elogio de la Mujer Brava




A los hombres machistas, que somos como el 96 por ciento de la población masculina, nos molestan las mujeres de carácter áspero, duro, decidido. Tenemos palabras denigrantes para designarlas: arpías, brujas, viragos, marimachos. En realidad, les tenemos miedo y no vemos la hora de hacerles pagar muy caro su desafío al poder masculino que hasta hace poco habíamos detentado sin cuestionamientos. A esos machistas incorregibles que somos, machistas ancestrales por cultura y por herencia, nos molestan instintivamente esas fieras que en vez de someterse a nuestra voluntad, atacan y se defienden.

La hembra con la que soñamos, un sueño moldeado por siglos de prepotencia y por genes de bestias (todavía infrahumanos), consiste en una pareja joven y mansa, dulce y sumisa, siempre con una sonrisa de condescendencia en la boca. Una mujer bonita que no discuta, que sea simpática y diga frases amables, que jamás reclame, que abra la boca solamente para ser correcta, elogiar nuestros actos y celebrarnos bobadas. Que use las manos para la caricia, para tener la casa impecable, hacer buenos platos, servir bien los tragos y acomodar las flores en floreros. Este ideal, que las revistas de moda nos confirman, puede identificarse con una especie de modelito de las que salen por televisión, al final de los noticieros, siempre a un milímetro de quedar en bola, con curvas increíbles (te mandan besos y abrazos, aunque no te conozcan), siempre a tu entera disposición, en apariencia como si nos dijeran “no más usted me avisa y yo le abro las piernas”, siempre como dispuestas a un vertiginoso desahogo de líquidos seminales, entre gritos ridículos del hombre (no de ellas, que requieren más tiempo, y se quedan a medias).

A los machistas jóvenes y viejos nos ponen en jaque estas nuevas mujeres, las mujeres de verdad, las que no se someten y protestan, y por eso seguimos soñando, más bien, con jovencitas perfectas que lo den fácil y no pongan problema. Porque estas mujeres nuevas exigen, piden, dan, se meten, regañan, contradicen, hablan, y sólo se desnudan si les da la gana. Estas mujeres nuevas no se dejan dar órdenes, ni podemos dejarlas plantadas, o tiradas, o arrinconadas, en silencio, y de ser posible en roles subordinados y en puestos subalternos. Las mujeres nuevas estudian más, saben más, tienen más disciplina, más iniciativa, y quizá por eso mismo les queda más difícil conseguir pareja, pues todos los machistas les tememos.

Pero estas nuevas mujeres, si uno logra amarrar y poner bajo control al burro machista que llevamos dentro, son las mejores parejas. Ni siquiera tenemos que mantenerlas, pues ellas no lo permitirían porque saben que ese fue siempre el origen de nuestro dominio. Ellas ya no se dejan mantener, que es otra manera de comprarlas, porque saben que ahí -y en la fuerza bruta- ha radicado el poder de nosotros los machos durante milenios. Si las llegamos a conocer, si logramos soportar que nos corrijan, que nos refuten las ideas, nos señalen los errores que no queremos ver y nos desinflen la vanidad a punta de alfileres, nos daremos cuenta de que esa nueva paridad es agradable, porque vuelve posible una relación entre iguales, en la que nadie manda ni es mandado. Como trabajan tanto como nosotros (o más) entonces ellas también se declaran hartas por la noche, y de mal humor, y lo más grave, sin ganas de cocinar. Al principio nos dará rabia, ya no las veremos tan buenas y abnegadas como nuestras santas madres, pero son mejores, precisamente porque son menos santas (las santas santifican) y tienen todo el derecho de no serlo.

Envejecen, como nosotros, y ya no tienen piel ni senos de veinteañeras (mirémonos el pecho también nosotros, y los pies, las mejillas, los poquísimos pelos), las hormonas les dan ciclos de euforia y mal genio, pero son sabias para vivir y para amar, y si alguna vez en la vida se necesita un consejo sensato (se necesita siempre, a diario), o una estrategia útil en el trabajo, o una maniobra acertada para ser más felices, ellas te lo darán, no las peladitas de piel y tetas perfectas, aunque estas sean la delicia con la que soñamos, un sueño que cuando se realiza ya ni sabemos qué hacer con todo eso.

Somos animalitos todavía, los varones machistas, y es inútil pedir que dejemos de mirar a las muchachitas perfectas. Los ojos se nos van tras ellas, tras las curvas, porque llevamos por dentro un programa tozudo que hacia allá nos impulsa, como autómatas. Pero si logramos usar también esa herencia reciente, el córtex cerebral, si somos más sensatos y racionales, si nos volvemos más humanos y menos primitivos, nos daremos cuenta de que esas mujeres nuevas, esas mujeres bravas que exigen, trabajan, producen, joden y protestan, son las más desafiantes, y por eso mismo las más estimulantes, las más entretenidas, las únicas con quienes se puede establecer una relación duradera, porque está basada en algo más que en abracitos y besos, o en coitos precipitados seguidos de tristeza: nos dan ideas, amistad, pasiones y curiosidad por lo que vale la pena, sed de vida larga y de conocimiento.


Héctor Abad Faciolince
Escritor y periodista colombiano - 1958

10 enero 2010

Me doy permiso...



Me doy permiso para separarme de personas
que me traten con brusquedad, presiones o violencia.
No acepto ni la brusquedad ni mucho menos la violencia
aunque vengan de mis padres, de mi marido, o mujer,
Ni de mis hijos, ni de mi jefe, ni de nadie.
Las personas bruscas o violentas quedan ya,
desde este mismo momento,
fuera de mi vida.

Soy un ser humano que trata con consideración y respeto a los demás.
Merezco también consideración y respeto.



Me doy permiso para no obligarme a ser
“el alma de la fiesta”,
el que pone el entusiasmo en las situaciones,

ni ser la persona que pone el calor humano en el hogar,
la que está dispuesta al diálogo para resolver conflictos
cuando los demás ni siquiera lo intentan.


No he nacido para entretener y dar energía a los demás
a costa de agotarme yo:
no he nacido para estimularles con tal de que continúen a mi lado.




Mi propia existencia, mi ser ya es valioso.
Si quieren continuar a mi lado deben aprender a valorarme.
Mi presencia ya es suficiente: no he de agotarme haciendo más.



Me doy permiso para no tolerar exigencias
desproporcionadas en el trabajo.
No voy a cargar con responsabilidades que corresponden a otros

y que tienen tendencia a desentenderse.
Si las exigencias de mis superiores son desproporcionadas
hablaré con ellos clara y serenamente.

Me doy permiso para no hundirme las espaldas
con cargas ajenas

Más vale lo bueno que ya he ido conociendo
y lo mejor que aún está por conocer.
Voy a explorar sin angustia.

Me doy permiso para no agotarme
intentando ser una persona excelente.
No soy perfecto, nadie es perfecto
y la perfección es oprimente.


Me permito rechazar las ideas que me inculcaron en la infancia
intentando que me amoldara a los esquemas ajenos,
intentando obligarme a ser perfecto:

un hombre sin fisuras, rígidamente irreprochable.
Es decir: inhumano.

Asumo plenamente mi derecho a defenderme,
a rechazar la hostilidad ajena,
a no ser tan correcto como quieren;
asumo mi derecho a ponerles límites y barreras
a algunas personas sin sentirme culpable.
No he nacido para ser la víctima de nadie.

Me doy permiso para no estar esperando alabanzas,
manifestaciones de ternura o la valoración de los otros.


Me permito no sufrir angustia esperando una llamada de teléfono,
una palabra amable o un gesto de consideración.
Me afirmo como una persona no adicta a la angustia.
Soy yo quien me valoro, me acepto y me aprecio


No espero a que vengan esas consideraciones desde el exterior.
Y no espero encerrado o recluido ni en casa,
ni en un pequeño círculo de personas de las que depender.

Al contrario de lo que me enseñaron en la infancia,
la vida es una experiencia de abundancia.
Empiezo por reconocer mis valores.
Y el resto vendrá solo.
No espero de fuera.

Me doy permiso para no estar al día en muchas cuestiones de la vida:
no necesito tanta información, tanto programa de ordenador,
tanta película de cine, tanto periódico, tanto libro, tantas músicas.
Decido no intentar absorber el exceso de información.


Me permito no querer saberlo todo.
Me permito no aparentar que estoy al día en todo
o en casi todo.

Y me doy permiso para saborear las cosas de la vida
que mi cuerpo y mi mente pueden asimilar con un ritmo tranquilo.
Decido profundizar en todo cuanto ya tengo y soy.
Con lo que soy es más que suficiente.
Y aún sobra.

Me doy permiso para ser inmune a los elogios o alabanzas desmesurados:
las personas que se exceden en consideración resultan abrumadoras.
Y dan tanto porque quieren recibir mucho más a cambio.
Prefiero las relaciones menos densas.

Me permito un vivir con levedad, sin cargas ni demandas excesivas.
No entro en su juego.

Me doy el permiso más importante de todos: el de ser auténtico.
No me impongo soportar situaciones y convenciones sociales
que agotan,que me disgustan o que no deseo.
No me esfuerzo por complacer.


Si intentan presionarme para que haga lo que mi cuerpo y mi mente no quieren hacer,
me afirmo tranquila y firmemente diciendo que no.
Es sencillo y liberador acostumbrarse a decir “no”.

Elijo lo que me da salud y vitalidad. Me hago más fuerte y más sereno
cuando mis decisiones las expreso como forma de decir lo que yo quiero o no quiero,

y no como forma de despreciar las elecciones de otros.
No me justificaré: si estoy alegre, lo estoy; si estoy menos alegre, lo estoy;
si un día señalado del calendario es socialmente obligatorio sentirse feliz,
yo estaré como estaré.

Me permito estar tal como me sienta bien conmigo mismo y no como me ordenan
las costumbres y los que me rodean:
lo “normal” y lo “anormal” en mis estados emocionales
lo establezco yo.


Me doy permiso para...
Joaquín Argente